Alejandro de Jesús Villegas Cisneros
Instituto Psicoanalítico Infantil y del
Adolescente Fort-Da
Guadalajara, Jalisco, México
Comencemos preguntándonos: ¿Qué papel tiene el juego para el niño?
Para lograr una comprensión adecuada de esta respuesta estamos
obligados primero a contextualizar desde el psicoanálisis dos conceptos,
a saber: el del juego y el del niño.
El juego hace referencia siempre a un acto creador, a una forma de
relación y de vinculación. Es un acto creador porque posibilita hacer de
la nada un espacio donde figura lo novedoso, donde lo real cobra vida
gracias a un mundo que es primero imaginado. Es una forma de relación,
porque para ser posible es necesario el otro; porque es el otro quien
invita a ser parte de un mundo dotado de significado, de sentido, a un
mundo simbólico. Es una forma de vinculación porque para lograr esta relación
con el otro hay que lograr el dominio de lo que ese mundo ofrece,
apropiándolo, para luego ser parte del mismo en un intercambio que
une, pero que a la vez diferencia lo interior de lo exterior. El
juego se vuelve algo más que un simple
medio de entretenimiento, de diversión o de exploración, de un
constructo armado de reglas y
objetivos determinados. Veremos que el juego desde el psicoanálisis
constituye dos valores
distintos: uno constitutivo y otro elaborativo. Pero detengámonos
un momento en ése ser que juega, en ése ser que hace posible lo
imaginado.
El niño nace para Ser, pero siempre para alguien. Más que hacer
referencia a la definición convenida del niño como una persona cuya etapa
de vida está situada antes de la pubertad, que no ha alcanzado un
grado de madurez suficiente para valerse por sí mismo y de otras
concepciones biológicas, sociales y legales, nuestra atención recae en el
sujeto del niño que es concebido y acogido en un mundo de significantes
y de todo aquello que lo constituye como un ser que es, que está, que
desea y que forma parte de un espacio llamado realidad, una realidad
que él mismo crea, en su contacto con los objetos del mundo, con la
fantasía, con el juego.
Al hablar del “papel del juego” nos referimos en primera instancia
a este valor constitutivo en tanto posibilitador de una realidad para el
sujeto, de un lugar del Ser y para Ser. Expliquemos esto. Un niño
viene al mundo dotado de un cuerpo orgánico y con él de todo un bagaje de
recursos potenciales para su crecimiento y desarrollo, sin embargo es
un ser desvalido que requiere de la asistencia de otro de su especie para
asegurar su supervivencia. Ahora bien, aunque el niño sea provisto de
los recursos necesarios para su bienestar y desarrollo físicos esto empero no
es suficiente para hablar de un proceso de constitución psíquica, es
decir, de un Yo constituido.
Freud en su obra El Yo y el Ello nos explica la importancia de esta
nueva instancia mental que se diferencia del Ello y sus procesos
inconscientes, para configurarse como un sistema organizado y coherente
en contacto con la realidad. El Yo es definido pues como “la representación
de una organización coherente de los procesos anímicos
en una persona” (1923) cuyas funciones primordiales son la cualidad
de la conciencia, el
examen de realidad, el gobierno de la motilidad, los procesos
mentales superiores y ciertos mecanismos psíquicos como la represión.
Así, Freud nos deja muy en claro que el Yo es ante todo una
representación y no es equivalente al cuerpo físico. Para que el Yo del
niño se constituya es necesario también de la participación del otro,
pero a un nivel distinto.
Un bebé nace con un Yo sin estructura, su aparato psíquico no se ha
diferenciado aún a este nuevo sistema que se encargará de controlar adecuadamente
el aflujo incesante de estímulos
internos y externos que lo invaden. El bebé descargará los niveles
de tensión que provocan
estos estímulos mediante la motilidad (involuntaria) y la creación
de imágenes (objetos) que satisfarán momentáneamente sus
necesidades, es decir, mediante el Proceso Primario (Freud,
1911). Este proceso se inaugura con la primera huella de
satisfacción que mitiga la necesidad del bebé y esto es gracias a la
asistencia de ese gran Otro primordial, la madre.
El bebé entonces comparte un vínculo esencial con la madre, ambos
psiquismos están unidos durante los periodos más tempranos de la infancia.
El bebé no reconoce una realidad existente fuera de esa unidad
primordial, para él no hay sentido de otredad, ni siquiera se sabe como un
ser existente en el mundo. Ambos constituyen un único ser indiferenciado,
al menos a un nivel psíquico. Este vínculo madre-hijo es un estado de
completud en el que pareciera que no hace falta nada: la madre provee
alimento, seguridad, caricias, calor y todo ello permuta esta sensación en
el recién nacido. Es un mundo donde el placer prevalece. La psique materna
ayudará al bebé a tramitar las angustias que por sus propios medios es
incapaz de hacer, pues para ello se requiere de un nivel madurativo mayor.
Esta asistencia de la función materna tanto
a nivel físico como psíquico son primordiales para configurar una
seguridad de base en el bebé y prepararlo para el siguiente paso en su
proceso de subjetivación. En términos de Winnicott, una madre
“suficientemente buena” debe generar en el niño la posibilidad de crear
una ilusión de omnipotencia para crear los objetos que saciarán su
necesidad y que más tarde serán corroborados por la realidad (1971).
Sin embargo, para que el funcionamiento psíquico regido por el
Proceso Primario en términos de satisfacción de deseos pase a uno más
adaptativo y acorde a la realidad (Proceso Secundario), será necesaria
una primera frustración que abrirá una nueva dimensión en el psiquismo del
bebé.
Ante la sensación displacentera que provoca la necesidad (el
hambre, la sed, el sueño, etc.) y los estímulos externos (el calor, el
frío, el dolor, etc.) el bebé será capaz de advertir gradualmente la existencia
de un mundo fuera de ésa diada que conforma con la madre, desviará pues su
mirada hacia el mundo y este será el primer paso de la diferenciación
materna. Las diversas sensaciones que provee el exterior darán moldura al
cuerpo del niño y una primera representación psíquica de este.
Para ello la madre deberá ceder poco a poco a su función y
propiciar la salida del bebé de un estado de dependencia absoluta a uno
que permita tolerar la frustración. Esto es a lo que Winnicott denomina
desilusión materna: “La madre lo bastante buena (que no tiene por qué ser
la del niño) es la que lleva a cabo la adaptación activa a las
necesidades de este y que la disminuye poco a poco, según la creciente
capacidad del niño para hacer frente al fracaso en materia de adaptación
y para tolerar los resultados de la frustración” (1971, p. 27).
Tenemos entonces que si bien un bebé necesita ser provisto de una
satisfacción pronta a sus necesidades tanto físicas como afectivas,
es necesaria también una frustración conveniente de las mismas para
dar paso a su constitución psíquica. Esta transición entre la fusión
materna y su separación no es nada fácil para el niño que deberá
poner en marcha toda una serie de mecanismos que le ayudarán a sobrellevar
este difícil proceso y que serán determinantes para su constitución psíquica.
Freud nos lo explica en su famoso texto Más allá del principio del
Placer (1920), con la famosa
historia del carretel o la bobina. En una muy oportuna observación
a su pequeño nieto de año y medio, Freud da luz a un proceso
importantísimo para comprender el valor constitutivo del juego para
el niño.
El pequeño bebé tímido que apenas hablaba, jamás evidenció llanto
cuando su madre se alejaba de él, sin embargo todo objeto que llegaba a
sus manos era lanzado lejos mientras profería un “oooh” prolongado
que se podía interpretar como Fort, que en alemán significa “lejos”. En
una ocasión el bebé jugaba a lanzar fuera de su cuna un carretel haciéndolo
desaparecer de su vista, a la vez que gritaba “oooh”. En seguida recogía
el objeto halándolo con el hilo y lo hacía aparecer frente a su vista
mientras contento gritaba “aaah”, que puede entenderse como Da, que en
alemán se traduce como “aquí”. Freud comprendió entonces que el
pequeño utilizaba este juego como un medio para elaborar las angustias de
pérdida del objeto. Ante la separación materna (las ausencias esporádicas
de la madre) el bebé se veía invadido de fuertes sentimientos de angustia
y desamparo y si no lo manifestaba con el llanto era porque el juego
le posibilitaba lograr un dominio ante los objetos del mundo exterior como
una compensación ante el abandono de la madre, en esta representación
de hacer ir y venir al objeto.
Esto procuraba placer con la re-aparición del carretel que
representaba a la madre y una elaboración de los sentimientos de
abandono vinculados con su ausencia.
Este juego es de suma importancia para el niño ya que además
constituye un examen de realidad, pues en este dominio y manipulación de
los objetos, en el lanzar y recoger el juguete se establece un límite
entre su Yo y el mundo exterior, una diferenciación entre el adentro y
el
afuera. En palabras de Annie Anzieu: “El juego es búsqueda y
creación permanente de la realidad, del sentimiento de existir por sí
mismo y del sentido que toman estos fenómenos para el niño. A partir del
establecimiento primero de este eje narcisista, va a hacerse posible la
creación de objetos diferentes de sí mismo y después la entrada en
relación con esos objetos” (2001).
Si seguimos los planteamientos de Winnicott, cuando afirma que la
ilusión materna propicia la creación y manipulación omnipotente de
los objetos previos a una constatación de la realidad objetiva, nos
será fácil comprender que de hecho esta ilusión abre el camino para dar cuenta
de esta existencia. El autor nos dice que entre la creación ilusoria
y anticipada de los objetos que para el niño satisfarán su necesidad y la
llegada real y objetiva de ellos por parte de la madre existe una zona
intermedia. Recordemos que el bebé en un primer momento creerá que la
llegada del objeto real (pecho) será producto de una creación de él mismo
y consecuentemente parte de sí mismo, gracias a este sentimiento de
omnipotencia que la madre alienta: “La madre coloca el pecho real justo
allí donde el pequeño se halla dispuesto a crear, y lo hace en el momento
apropiado” (1951, p. 326). Entonces gracias a la desilusión materna el
bebé se dará cuenta de que ése objeto es de hecho y solamente una
posesión, y no parte de sí. Esta es la diferenciación Yo - no Yo.
La zona intermedia se crea a partir de estas vivencias de tránsito
entre el mundo interno y el mundo externo. Cuando un niño tiene una necesidad
o angustia y el objeto real que lo
colmará no llega enseguida, entonces se recurre a la creación. El
objeto se anticipa para satisfacer alucinatoriamente la necesidad,
posteriormente se utilizan medios y objetos sustitutos, los llamados fenómenos
y objetos transicionales (el chupeteo del dedo, las “mantitas”, los ositos
de peluche, etc.) y finalmente, cuando estos han sido debidamente
introyectados como representación de la realidad interior y marcan una
diferencia con la exterior, se abandonan para dar lugar desde la misma
zona intermedia y mediante el mismo proceso a todas las manifestaciones
culturales y creativas del hombre (1971).
Cuando la frustración se hace evidente ante la separación materna y
la desilusión sobreviene, el juego reproduce la experiencia de creación
y manipulación omnipotente de los objetos que
determinan el paso de la ilusión a la realidad.
Un aspecto fundamental e inherente al juego en tanto acto creador y
lleno de sentido es el lenguaje, puesto que algo se crea sólo porque hace
falta.
Retomando el juego del Fort-Da, Lacan hace una importante
observación respecto al lenguaje que acompañaba el juego de este niño y es
nada más y nada menos que su entrada al registro de lo simbólico. Es
sólo mediante la inserción a este registro que un niño puede constituirse
como un sujeto deseante y usar el lenguaje para decir: “Yo- soy”. En
este juego de presencia-ausencia se establece la lógica del lenguaje en sí
mismo, basado en la falta: ante la pérdida (ausencia) del objeto amado
sólo es necesario usar la palabra para hacerlo presente. Así, el juego en
tanto medio simbólico para hacer presente lo ausente se vuelve una
posibilidad estructural.
Este es el valor constitutivo del juego para el niño que Freud
introdujo desde 1920 y que Donald Winnicott nos expone en gran parte de su
obra.
Aunque el juego es el medio natural con el que el niño cuenta para
hacer frente a sus angustias y aquello que posibilita su constitución como
sujeto, este no es posible sin una invitación por parte del otro, sin
la intervención de la mirada de alguien que inaugura el mundo del
lenguaje, del mundo significante que abre la posibilidad del discurso
y la posibilidad de ser y estar en este mundo.
Ahora bien, la comprensión del segundo valor del juego para el
niño, el referente al aspecto
elaborativo, se nos presenta ya sin mayor dificultad a raíz de lo
antes expuesto.
El niño desde edad muy temprana se ve afligido por diversas
angustias, miedos y decepciones que en ocasiones le invaden y lo
imposibilitan. Sin embargo el niño a diferencia del adulto carece de una
herramienta fundamental para hacerle frente al sufrimiento, a la angustia
sin sentido y esta es la del lenguaje. El psicoanálisis da esencial importancia
al lenguaje en tanto que este precede al sujeto mismo, lo constituye y da
valor y significado a cuanto nos rodea. El mundo sólo mantiene su
orden por la palabra, las cosas no pudieran existir sin el lenguaje que
aprehende los objetos y los categoriza. Incluso la nada debe de nombrarse
para poder existir. “La palabra es, pues, la muerte de la cosa” decía J.
Lacan (1953, P. 307).
Así, el dolor y el sufrimiento deberán encontrar su expresión y
figuración en la palabra para encontrar ciertamente un alivio, es el
bálsamo mágico que encontrando eco en el otro ayuda a sanar. Este es el
valor terapéutico que Freud propuso en su método de “la cura por la
palabra” que es el psicoanálisis, es una forma de elaborar lo inconsciente,
de dar un sentido nuevo a lo
ignorado. ¿Pero qué con el niño, que apenas logra un cierto dominio
de este, de aquel niño que sin razón aparente corre, grita, patalea,
golpea, rasguña y muerde como si fuera presa de lo innombrable? El
niño ante dicha imposibilidad de nombrar lo que no puede, recurre a su
único medio de expresión que es el de la motilidad. El niño que no puede
hablar de su dolor no puede más que hacer uso de su cuerpo, caer en la
inhibición parcial o total, enfermar o jugar. “El niño que no juega
está enfermo” (Anzieu, 2001).
El juego es el medio simbólico por el que el infante expresa sus
fantasías, deseos y experiencias, pero además es un perfecto refugio para
una realidad frustrante. Ante esta incapacidad de sobrellevar las exigencias
del mundo de los adultos ¿de qué medios dispone el niño para sobrellevar
las demandas, deseos y seducciones? El medio más económico y eficaz
es el juego, actividad infantil por excelencia que el adulto envidia y
quiere imitar (Anzieu, 2001). Tal como lo dice Winnicott: “El juego
instala un espacio ficticio, verdadero territorio del que todo adulto está
excluido, del que toda seducción directa del adulto está excluida”
(1971).
Esta es la propuesta fundamental del psicoanálisis infantil que
Melanie Klein desarrolla con la técnica del juego libre, una modalidad
adaptada del método de libre asociación. En sus propias palabras:
“mediante el análisis del juego tenemos acceso a las fijaciones y
experiencias más profundamente reprimidas del niño y estamos así en
condiciones de ejercer una influencia radical sobre su desarrollo. La
diferencia entre nuestro método de análisis y el del adulto es puramente
de técnica y no de principios” (1987).
Así pues, el valor elaborativo del juego es el que da al niño la
posibilidad de re-significar sus angustias, miedos, frustraciones y dar
expresión a sus deseos y demandas. Tal como lo expone Freud en su texto
Recordar, Repetir y Reelaborar: el método
psicoanalítico ayuda en terapia a suprimir las amnesias causa de lo
reprimido que originan la repetición en el acto del conflicto psíquico, se
trata pues de re-elaborarlo (1914). Para el niño ésta misma premisa
se encuentra en el juego, ya sea en el espacio terapéutico o en su vida
diaria. La diferencia entre estos dos espacios, el terapéutico y el
del juego diario del niño, es que el primero se da en torno a la relación
transferencial y siempre bajo un marco específico que le da estructura y sostén. En
esta relación entre al analista y el niño que juega en terapia se
establece una zona intermedia en la que es posible crear (Winnicott,
1971). Las fantasías, representaciones y actos del niño son provistas
de sentido gracias al trabajo de interpretación, la terapia orientada a la
cura posibilita una elaboración del conflicto inconsciente.
Referencias
Anzieu, A. (2001). El juego en psicoterapia del niño. Madrid:
Biblioteca Nueva.
Freud, S. (1911). Formulaciones sobre los dos principios de acaecer
psíquico. Obras
Completas (Vol. XII).
Buenos Aires: Amorrortu editores.
(1914). Recordar, repetir y reelaborar. (Nuevos consejos sobre la
técnica del psicoanálisis, II).
Obras Completas (Vol. XII). Buenos Aires: Amorrortu editores.
(1920). Más allá del principio de placer. Obras Completas (Vol. XVIII).
Buenos Aires: Amorrortu
editores.
(1923). El Yo y el Ello. Obras Completas (Vol. XIX). Buenos Aires:
Amorrortu editores.
Klein, M. (1987). Fundamentos psicológicos del análisis del niño. En El
psicoanálisis de niños. Obras
Completas (Vol. II). Buenos Aires: Paidós.
Lacan, J. (1953) Función y campo de la palabra y del lenguaje en
psicoanálisis. En Escritos 1, México: Siglo
XXI.
Winnicott, D. (1951) Objetos y fenómenos transicionales. Estudio de la
primera posesión No-Yo. En
Escritos de pediatría y psicoanálisis. Barcelona: Laia.
(1971) Realidad y juego. Buenos Aires: Gedisa.
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